La creciente urbanización y el estilo de vida “moderno” han alejado progresivamente a los niños y niñas del contacto con la naturaleza en un sentido amplio (personas, animales, vegetales, minerales, luz, aire…). Las ciudades, convertidas en lugares inhóspitos, por los que se transita rápidamente, ya no resultan acogedoras para la infancia. La contaminación, el ruido, los numerosos peligros y los escasos espacios verdes son condiciones ambientales que, junto a los hábitos de vida sedentaria y, en general, poco saludable, afectan negativamente a los delicados organismos infantiles en proceso de crecimiento.
Enfermedades respiratorias, alergias, obesidad, miopía, retraso en el desarrollo, trastornos del sueño, estrés, hiperactividad, depresión, problemas de conducta y aprendizaje…son algunas consecuencias directas o indirectas de las dificultades que encuentra la infancia de hoy para satisfacer sus necesidades de aire limpio, silencio, espacio, movimiento, juego espontáneo, tacto y contacto con otros seres vivos.
Separadas del mundo natural, las criaturas pierden su sentido innato de relación con la vida (biofilia) y pueden desarrollar lo que David Orr denomina “biofobia”: temores y aversión a un entorno que perciben como extraño, incómodo, sucio y amenazante. Los “bichos” les asustan, la tierra y el barro les dan asco, tienen miedo a mancharse, a ser atacados o a sufrir un accidente…Estos comportamientos y creencias, por lo general adquiridos, confirman la necesidad de mantenerse a distancia de los demás seres vivos y…, lamentablemente, cierran el círculo.
Otra consecuencia de la falta de contacto es lo que algunos autores denominan “analfabetismo ecológico”: los niños y niñas de hoy conocen más nombres de Pokémon (o de marcas comerciales) que de plantas y animales de su entorno local. Si les preguntamos de dónde viene la leche, responden que “del tetrabrik”. Se aburren cuando salen al campo y, acostumbrados a sonidos estridentes y colores chillones, tienen dificultades para percibir la delicada estimulación sensorial que la naturaleza les brinda.
La buena noticia es que, según los estudios de psicología ambiental, muchos de estos “síntomas” mejoran, e incluso desaparecen definitivamente, gracias al contacto con el mundo natural. En los espacios verdes, los pequeños desarrollan todas sus capacidades físicas, intelectuales, sociales, afectivas… y, como cualquier padre o educador puede comprobar fácilmente, se muestran más tranquilos, alegres, sensibles, activos, vitales, atentos, empáticos, creativos, curiosos, sociables, inteligentes, entusiastas, motivados y felices.
No está claro si los cambios positivos que se observan deben atribuirse a la calidad del aire, a la acción de los fitoncidas (una especie de aceites esenciales que producen las plantas), a las bacterias “amigas” que contiene la tierra, a la estimulación sensorial suave, global y rica en matices que ofrecen los espacios “verdes”, a la frecuencia de sus vibraciones sonoras que nos “equilibran”, a la armonización de nuestro campo energético con el campo electromagnético de la tierra…, o a una combinación de todos estos factores y seguramente algunos más. Lo cierto es que los seres humanos llevamos cientos de miles de años afinando nuestro sistema orgánico para adaptarnos al medio natural y, pese a los extraordinarios avances de la ciencia y la tecnología, es prácticamente imposible que podamos crear un sustituto con idénticos beneficios. Tal vez, como afirman las antiguas tradiciones médicas de Oriente y Occidente, es simplemente una consecuencia de nuestra pertenencia plena y profunda al mundo natural, o como lo expresa la bailarina Andrea Olsen: “Nuestros cuerpos no están separados de la tierra. Sus minerales, aire y agua son nuestros huesos (similares en su composición al polvo de estrellas) aliento y sangre. Estamos hechos de los mismos elementos y nuestras frecuencias están vinculadas al campo electromagnético de la tierra. Somos la prueba del isomorfismo, de la correspondencia exacta entre macrocosmos y micro-cosmos”.
De la atención al corazón
Uno de los beneficios más importantes del contacto con la naturaleza es el efecto restaurador que ejerce sobre los procesos cognitivos humanos y, en particular sobre la atención: un paseo de tan solo veinte minutos diarios por un parque o la simple contemplación de árboles y plantas desde la ventana nos ayudan a descansar del esfuerzo y la fatiga producidos por los largos periodos de concentración que exige la vida cotidiana. Este hallazgo, ampliamente demostrado, abre una interesante brecha en las teorías clásicas de la atención (centradas generalmente en el problema del enfoque-concentración) que identifican el estado abierto y difuso que experimentamos en los espacios verdes, con la dispersión y la distracción cuando, en realidad, se trata de una modalidad atencional profundamente reparadora. La ausencia de foco proporciona una profunda sensación de bienestar y contribuye a equilibrar todos los sistemas orgánicos: respiratorio, nervioso, digestivo, circulatorio, hormonal.. Este tipo de atención “plena”, como la definen las modernas corrientes psicológicas del Mindfulness, podría ser la condición natural del ser humano. Entonces, el “despiste” que caracteriza, por ejemplo, a los niños y niñas diagnosticados con TDAH (en el subtipo atencional) puede entenderse como una reacción primaria de vuelta a esa globalidad que nos permite pasar del todo a la parte. Esto es precisamente lo que consiguen al entrar en contacto con la naturaleza, una forma de “terapia” radicalmente distinta al enfoque cognitivo-conductual, centrado en el entrenamiento de la capacidad de concentración. De hecho, los síntomas del déficit de atención y de la fatiga atencional, descrita por Stephen Kaplan, son similares e incluso se utilizan las mismas escalas para medirlos. Por diversas razones, el cortex prefrontal de algunas criaturas madura más lentamente, lo cual no significa que sufran ninguna anomalía, pero hace muy difícil (y fatigoso) el proceso de inhibición de las distracciones, necesario para mantenerse enfocado.
Otra ventaja del contacto con la naturaleza es su efecto sobre el órgano central del cuerpo. Según los estudios de Andrew Armour (Heartbrain, 1991), el corazón no es una simple bomba mecánica para impulsar la sangre, sino un órgano inteligente que posee su propio sistema nervioso, con cerca de 40.000 neuronas. Envía más información al cerebro de la que recibe y de él brota un campo de energía electromagnética de entre 2 y 4 metros, en todas direcciones. Para algunos investigadores, este campo es 5000 veces más potente que el del cerebro y, cuando se vincula con el del planeta, emite una señal intensa que armoniza y equilibra nuestro organismo, produciendo tranquilidad y bienestar. Esto sucede especialmente si andamos descalzos por la tierra, algo que suele gustar mucho a los niños, pero que pocas veces les permitimos. La relación del corazón con el pulmón es, además, muy estrecha: cuando el primero está fuerte y nos sentimos felices, la caja torácica se abre y respiramos mejor. Asiento de las emociones, la salud del corazón está muy influida por la calidad de las relaciones humanas y de la conexión con el entorno. Abrazar a alguien durante más de 20 segundos, por ejemplo, favorece la producción de oxitocina, la hormona del amor.
Conservar y desarrollar desde la infancia nuestro vínculo innato con la naturaleza es una garantía de que nuestros hijos se sentirán menos solos, cultivarán su capacidad de empatía, de compasión y amor hacia todos los seres vivos, y gozarán de buena salud a lo largo de toda su vida.
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