Educar no es inculcar – Sobre Educación Ambiental y Pedagogía Verde
A menudo me preguntan cómo inculcar a los niños y niñas el respeto por el medio ambiente. También suelen consultarme sobre las similitudes y diferencias entre la Educación Ambiental y la Pedagogía Verde.
Acostumbro responder que para mí educar no es inculcar. Según la RAE, inculcar es apretar con fuerza algo contra otra cosa, y también, repetir con empeño, muchas veces, algo a alguien. Pero ni la repetición compulsiva de un discurso, ni el uso de la fuerza (aunque solo sea para “apretar”), tienen desde mi punto de vista, valor educativo alguno. Son instrumentos de la Pedagogía Negra, son violencia, no educación.
La verdadera educación se parece más, como dice Noam Chomsky, “a ayudar a una flor a crecer a su manera“. Y es que, los seres humanos no somos muy distintos de las plantas: crecemos a partir de una semilla, siguiendo el curso de nuestra naturaleza, y cuando el entorno nos es beneficioso, echamos flores y frutos.
Hace ya muchos años, Paulo Freire nos enseñó que “la educación debe ser un proceso transformador y liberador”. No puede reducirse a la transmisión de contenidos porque no es ético instrumentalizar a las personas, ponerlas al servicio de cualquier objetivo (por muy loable que sea) más allá de su propio florecimiento. El fin de una educación en armonía con la naturaleza humana es acompañar el desarrollo integral de las criaturas en todas sus dimensiones (sensible, emocional, social, intelectual y espiritual). Ayudarlas a realizar plenamente su ser.
La educación ambiental basada en cuatro talleres es insuficiente
Los enfoques basados en los currículos escolares que limitan la educación a una serie de conferencias en PDF y cuatro talleres, son a todas luces insuficientes.
La educación ambiental no puede inculcarse porque nadie puede obligar a otra persona a sentir (a no ser dolor). En la base de toda conciencia ecológica, de todo comportamiento cariñoso y respetuoso con los seres vivos que nos rodean, solo hay un sentimiento: el Amor. Es la respuesta que nos daría cualquiera de los grandes activistas ambientales, de los grandes naturalistas, conservacionistas, ecologistas…de Rachel Carson a Edward Wilson, de Henri David Thoreau a James Lovelock, de Jacques Cousteau a Félix Rodríguez de la Fuente, de Julie Hill a Greta Thunberg, si les preguntáramos qué les movió a hacer lo que hicieron, a vivir como vivieron.
Un Amor con mayúsculas por la Naturaleza que nadie, absolutamente nadie les ha inculcado, porque nacieron con él, como nacen todos y cada uno de los bebés de la especie humana. Obviamente algo sucedió para que ellos pudieran cultivarlo y conservarlo a lo largo de su vida, a contracorriente en una sociedad donde la norma es precisamente lo contrario. En una cultura depredadora donde prevalece la creencia errónea que el planeta es un objeto inerte, desprovisto de sensibilidad e inteligencia, una materia para explotar y obtener beneficios.
Con un estilo de vida que nos aleja física, mental, emocional, social y espiritualmente del mundo natural y de nuestra propia naturaleza (no olvides que siempre van juntas); y al alejarnos bloquea, trastoca e invierte nuestro amor innato, convirtiéndolo en ira y miedo.
Es lo que les sucede a los bebés cuando, por diversas razones, no consiguen establecer un verdadero vínculo afectivo con su madre o cuidadora: se frustran, se ponen rabiosos, se vuelven manipuladores y destructivos. Su temor, como el nuestro hacia la Tierra, se sublima como superioridad destructiva: es porque no podemos amar la Naturaleza, que la estamos destruyendo.
¿Cuál debería ser el motor de la Educación Ambiental?
Recuperar y cultivar, en todas las criaturas, ese amor innato por la vida debería ser el motor de una Educación Ambiental que realmente llegue a los jóvenes y a toda la sociedad. Si fomentamos en nuestros alumnos y alumnas, hijos e hijas el amor por la Naturaleza, el reciclaje y el ahorro energético vendrán por sí mismos.
Además, pretender inculcarles el amor por la Tierra resulta bastante presuntuoso, porque no estamos para dar ejemplo. Por el contrario, son ellos y ellas las que pueden enseñarnos muchas cosas.
Ellas que aún se maravillan cuando ven una procesión de hormigas al salir del colegio, mientras nosotras, con nuestras prisas, menospreciamos lo que este auténtico espectáculo les aporta. Los jóvenes entienden que el cuidado del planeta es vital para nuestra supervivencia y organizan huelgas y manifestaciones, mientras los adultos nos sentimos desbordados, impotentes, e incluso consideramos el cambio climático un mal menor, junto a otros muchos.Tenemos bastante que aprender de niños, niñas y jóvenes; y no hay taller de sostenibilidad que sustituya sus aportaciones, si estamos dispuestas a escucharlos.
Para terminar, además de pensar en el futuro, la educación ambiental debería orientarse hacia el presente. Convertirse en un movimiento de cambio que ponga el cuidado de la vida y del planeta en el centro de nuestros desvelos. Nuestro país podría seguir el ejemplo de Finlandia también en esto: cada núcleo poblacional gira en torno a la biblioteca y la escuela, en vez del centro comercial. Las comunidades educativas, maestras, profesores, padres y madres son una poderosa fuerza que puede liderar, desde ese lugar esencial para la vida, una profunda transformación hacia sociedades más justas y respetuosas con la Tierra. Ayudarnos a abandonar de una vez por todas un desarrollo social biofóbico, a espaldas de la Naturaleza y de nuestra propia naturaleza, y a reconocernos como parte de un Planeta vivo que podemos amar, cuidar y respetar.