Guerras de niños

La infancia palestino-israelí

El mármol blanco, del cementerio, brilla bajo la luz lechosa de la luna. Un puñado de siluetas fantasmales se derraman entre las tumbas. Me acerco un poco más…Y entonces los veo: son un grupo de jóvenes esnifando rayas de cocaína, sobre las lápidas.. en un ambiente que recuerda la película Crepúsculo.

Estoy en una exposición organizada por los alumnos de Secundaria de la escuela de Hadera (Israel), en el año 2010. Viajo como periodista para conocer, más de cerca, la realidad de la infancia palestino-israelí.

Trece años más tarde, no puedo quitarme esas imágenes de la cabeza. Como tampoco puedo cerrar los ojos, a las miles de criaturas cruelmente asesinadas en Gaza, Jerusalén y Tel Aviv, este último mes. 

Poco después de la exposición, en una preciosa playa del Mar Rojo, mientras disfruto tranquilamente del sol, aparecen dos jóvenes soldados israelíes, arrastrando sus pesadas botas, sobre la tierna arena. Como astronautas, en un desembarco, entran inmediatamente en el agua… Y, bajo la mirada atónita de un grupo de turistas (que no se atreven a salirse un milímetro de sus toallas)… sacan del mar, encañonados, a cuatro chavales palestinos. Me pregunto qué crimen han cometido, a parte de disfrutar del agua.. ¿Tal vez son terroristas, disfrazados de bañistas?

Unos meses antes, en un congreso de victimología en Madrid, un psicoanalista franco-judío afirma que todos los niños palestinos son terroristas “porque sus padres les educan para la Yihad (la guerra santa)”. Pretende demostrar su “teoría” con unos videos de criaturas gazatíes, que aún no han cumplido los 8 años. En ellos, los habitantes más pequeños de un territorio calificado como “la mayor cárcel del mundo al aire libre”, juran por Dios que defenderán a sus familias hasta la muerte.
¿De veras dan miedo? ¿Cómo es posible que un señor de su posición y prestigio, propietario de una lujosa clínica en un barrio acomodado de París, se sienta amenazado por unos mocosos, que apenas saben leer y escribir?.
Sin embargo, hace solo unas horas, el propio Benjamín Netanyahu justificaba el exterminio, con argumentos parecidos. ¿Existe alguna relación, alguno hilo cognitivo invisible, entre el viejo psiquiatra loco, y el presidente de Israel?.

Finalmente, cumplieron su promesa. Más de 5000 niños y niñas de todas las edades, incluso bebés de incubadora, han sido sacrificados estos días en masa, en los altares de Alá y Jehová. No defendían a nadie. Simplemente, fueron asesinados por miles de otros niños y niñas, sus parientes  cercanos, en el linaje de Ibrahim-Avraham…
Y la masacre continúa…

Cosas de la vida, semanas después del incidente en la playa, conozco personalmente a Yosef, uno de aquellos soldados. Está de permiso por enfermedad.  Tiene la piel roja, completamente cubierta de llagas. Aunque no consigue expresar su sufrimiento con palabras, su cuerpo ha encontrado una forma de decir, silenciosamente, ¡basta!.

Su amiga Jaia, una chica rubia y espigada, con los ojos desgastados, acaba de regresar de una rave ilegal, en el desierto. Cinco días y cinco noches escuchando música estridente, tomando drogas y alcohol, tratando de perder el control, para olvidar “the fucking war”; y los años de servicio militar que aún le quedan. Para conjurar la presión, la crueldad, las ofensas…
Escuchándola recuerdo que en India, los jóvenes turistas israelíes son conocidos por sus fabulosas juergas, en ocasiones violentas. Llevan un odio dentro, difícil de procesar. Es un odio adulto, viejo, enquistado. Que les corroe por dentro.

El conflicto palestino-israelí es una guerra de niños; una guerra contra toda la infancia, contra la vida. Un combate de piedras lanzadas por jóvenes morenos, flacos y mal vestidos, contra jóvenes recién salidos del instituto, disfrazados de soldados, con el rostro pálido asustado, y una metralleta colgada al cuello. Unos mueren por fuera, otros por dentro. Unos pierden sus cuerpos. Otros tan “solo” dañan sus almas. La hipocresía, la complicidad obligada con el crimen, el sentimiento de injusticia, la sensación de culpa..  les consume.

El  filicidio es fruto del delirio adultocéntrico, de unos individuos que se llaman a sí mismos “maduros”, pero que manipulan a las criaturas, utilizándolas como carne de cañón, de victimización, de humillación… Obligándolas a participar en su propia desprotección e indefensión.

De todos los crímenes, el infanticidio es, sin duda, el más aborrecible, porque extermina los brotes. Siega la vida, justamente cuando empieza a despuntar. Convierte los vientres en bombas, y los regazos en tumbas. Va contra la Ley de un planeta cuyo solo propósito, a lo largo de miles de millones de años, es cuidar y preservar la vida.

Lo único imperdonable, el mal absoluto, es  arrancar lo que acaba de florecer.

Tras asistir en los años sesenta, al juicio del genocida nazi Adolf Eichmann, la filósofa judía Hannah Arendt afirmó que el mal es simplemente banal: la persona que ejecuta actos malignos no razona. No tiene grandes teorías. Es solo un burócrata preocupado por hacer bien su trabajo, por cumplir estrictamente órdenes. 

Pero el historiador francés, Johann Chapoutot, especializado en el nazismo, no está de acuerdo. Aunque no se trate de un auténtico pensamiento, necesariamente ético, el mal posee una narrativa, una “ideología”.

Por eso, los genocidas nazis que asesinaron a más de un millón y medio de criaturas entre 1940 y 1945, regresaban aliviados de las cámaras de gas: convencidos que, de esta forma, estaban protegiendo a sus familias. 

Heike Freire

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