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LA VIDA SECRETA DE LAS CRIATURAS

Destacados antropólogos, biólogos y ecologistas encuentran una relación directa entre crisis medioambiental y crisis espiritual marcada por el mercantilismo, el individualismo a ultranza y la pérdida de valores humanos, sociales y ecológicos.
La mayoría de las culturas indígenas tradicionales, capaces de vivir en armonía con su entorno, sostienen la creencia que nuestro planeta es una criatura viva, una especie de gran animal, madre de todo cuanto existe; un ser dotado, no sólo de cualidades materiales y físicas, sino también de emociones, deseos, energías, espíritu…y secretos incomprensibles para los pequeños humanos que lo habitamos, al igual que billones de microorganismos pueblan nuestros cuerpos. La naturaleza es para ellos un templo, un lugar sagrado al que adoran, cuidan y respetan, expresando su reverencia y agradecimiento hasta en los más sencillos gestos de la vida cotidiana. Una visión muy diferente de la que predomina en nuestra cultura, heredera de la tradición judeo-cristiana basada en la separación entre creador y creación, la superioridad del ser humano sobre el resto de las criaturas y una mentalidad científica que reduce el mundo a la condición de un objeto inerte, una enorme máquina desprovista de alma, de sabiduría…. y de misterio. El pensamiento ilustrado otorga a las personas la emancipación política y religiosa, pero también parece despojarlas de una dimensión fundamental de su ser, independiente de dogmas, instituciones y cultos: la necesidad (y por tanto la capacidad) de armonía, de conexión consigo misma, con sus semejantes, con la naturaleza y el universo entero.
Aunque algunos autores niegan la dimensión numinosa y trascendental del ser humano, identificándola con fenómenos afectivos, sociales y artísticos, otros la consideran un aspecto esencial de la persona que, de igual modo que los físicos, emocionales, intelectuales y sociales,  también puede “educarse”, es decir, apoyar y acompañar su desarrollo. Según los estudios, el sentido de pertenencia al cosmos otorga a los individuos “espirituales”, entre otras cosas, estabilidad emocional, ayudándoles a superar mejor los eventos traumáticos de la vida.
Tradicionalmente, debido a la dificultad del cerebro infantil para procesar conceptos abstractos como dios, alma o muerte, se pensaba que los niños no tenían una vida espiritual propiamente dicha. Pero a finales de los años 80, dos investigadores americanos, el psiquiatra infantil Robert Coles y el psicólogo Edward Hoffman, descubrieron que es precisamente en la infancia, en especial entre los 2 y los 7 años de edad, cuando experimentamos, con independencia de la religión que practiquen nuestros padres, vivencias espontáneas “oceánicas”, sentimientos de plenitud y unidad con el mundo, de gran belleza e inspiración, que pueden calificarse de místicos o espirituales.  La conclusión de Hoffman es que la mayoría de las personas tiene una intensa vida interior que aparece, de forma natural, en las primeras etapas del desarrollo.
Inicialmente fundida e indiferenciada en el vientre materno, la criatura humana se construye como ser separado, idéntico a sí mismo y diferente de los demás, a través de un largo y complejo proceso de individuación. Y es cuando empieza a tomar conciencia de ello, cuando más necesita vincularse al mundo que le rodea.
Precisamente entre los 2 y los 7 años, niños y niñas suelen expresar lo que el psicólogo Jean Piaget denominó “pensamiento mágico”: una dificultad para distinguir claramente entre sujeto y objeto, con la tendencia a atribuir sentimientos, voluntad y deseos, incluso a las cosas inanimadas. Un tipo de representación del mundo muy similar a la que el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss identificó también en los llamados “pueblos primitivos”.
Una de las conclusiones más significativas de Hoffman es que la mayoría de las vivencias trascendentes tienen lugar en entornos naturales. La naturaleza afecta profundamente nuestra forma de ser y estar en el mundo: disipa la sensación de aislamiento y nos afianza en el sentimiento de que no estamos solos, que existen otras realidades más allá de lo meramente individual; nos ayuda a comprender que en la vida todo se encuentra interconectado, y a desarrollar una disposición innata al respeto, la empatía, la compasión y el amor por cuanto nos rodea. En su contacto, nos sentimos tranquilos y aliviados, alcanzamos estados de paz difíciles de conseguir por otros medios. Un simple paseo por el bosque o la playa nos invita a detener la mente, a sentir con más intensidad; por eso, los parajes naturales son espacios de iniciación y meditación a través de los cuales recuperamos un sentido más amplio de nosotras mismas y de nuestra pertenencia a la tierra: “Cuando paseo junto al mar, cuenta Claire Warden, me doy cuenta que soy sólo una diminuta parte de la naturaleza, que las olas seguirán pasando incluso cuando ya no esté aquí”. Según esta educadora escocesa, la sensación de pequeñez frente a la inmensidad del espacio y las experiencias, a veces inolvidables, de fusión con el entorno, nos integran y, paradójicamente, nos ayudan a reconocernos como una parte del todo sin la que el universo no estaría completo. Son una confirmación del sentido de nuestra existencia que nos aporta relajación y aceptación interior.
En ese contacto íntimo con la vida se despierta nuestra capacidad de maravillarnos, de admirar la perfección, la sencillez y la belleza: una cualidad humana innata que está en la base de nuestra aptitud para soñar, ilusionarnos y entusiasmarnos. Los niños y niñas sanos y felices la despliegan constantemente: conmovidos, fascinados y extasiados frente a las cosas más insignificantes (una lombriz reptando, una flor que se abre, un cisne que pasa, la luz del sol dibujándose en el agua…) nos enseñan a percibir la magia, el milagro extraordinario que se descubre ante nuestros ojos, a cada momento.
Son muchas las cosas que podemos hacer para apoyar el desarrollo espiritual de niños y niñas (o por lo menos para no entorpecerlo):  facilitar el contacto cotidiano con la madre tierra, rodeándoles de naturaleza en casa, en la escuela y en la ciudad, saliendo con regularidad al campo y/o a parques y jardines. Disponer de tiempo tranquilo, sin prisas ni presiones, para escuchar y contemplar los sonidos, los colores, las texturas, para saborear el silencio… Crear e incorporar a la vida cotidiana pequeños rituales que  celebren los cambios diarios (saludar al sol cada mañana y despedirlo con agradecimiento cada noche…) estacionales (las primeras lluvias, las hojas secas, los fríos, los brotes, las semillas…) y personales (el crecimiento, los dientes que caen y se renuevan…). Contar historias sobre el planeta que cultiven consciencia y gratitud (los cuentos y leyendas de los pueblos indígenas, o los que creamos con los propios niños, pueden ser estupendos). Dedicar un tiempo cada día a escucharles, a compartir sus sueños e ilusiones. Animarles a cultivar su imaginación y creatividad a través de las artes: pintar, dibujar, cantar, hacer música, escribir… Practicar sencillos y divertidos ejercicios de yoga y meditación.
Y muchas otras cosas en las que seguramente estás pensando ahora mismo…

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